(Este texto aún no ha sucedido)

I’ll have a large hot coffee, no extra flavour, just cream and sugar. Debit. Thanks. Have a nice one.

Y salimos a pasear de la mano a 18 grados Farenheit. A recorrer la espalda de Chicago por Michigan Avenue. Hace diez minutos empezamos a hablar de Borges y yo, qué tonta, siento que lo tengo todo. Una conversación sobre Ficciones en mitad de una noche salpicada de rascacielos con una mente tan bonita como la tuya. ¿Qué más puedo pedir? Que suceda a ese lado del espejo que llaman realidad. Sólo estoy jugando a engañarme un poco, lo justo para sobrevivir. Será que con el frío necesito el calor de mi mundo interior, pero vas a venir, lo sé. Es todo cuestión de tiempo y té.

Llego a casa, a este apartamento para dos con un solo juego de llaves. Una sola taza de té, un solo colchón, unas ganas solas de follar. El gato me mira y no entiende nada. A veces, qué boba, dejo la puerta abierta cinco segundos más para que tu recuerdo también pase al salón. Para que se ponga cómodo. Juntos tenemos muchas dudas que resolver. Imagina. El día que aterrices todo debe estar preparado para recuperar los meses que nos debemos. Aún no hemos decidido qué museo visitaremos primero, pero iremos a desayunar tortitas al Lou Mitchell’s. Después la ciudad será nuestra, no dejaremos esquina sin beso ni avenida por pasear. Al caer la noche, subiremos a la torre Hancock a arroparnos con fotos de atardeceres. Allí arriba, en la planta 95, a 344 metros de altura, arreglaremos lo nuestro con una sola mirada y uno de los dos recitará nuestra estrofa de aquel poema de Salinas. Y seremos infinitos de nuevo. A beso por estrella. Como en los viejos tiempos.

Volveremos a esta cama que te espera. Hace unas semanas tu ausencia, mi ganas y yo salimos a comprar sábanas nuevas. Rojas, lisas, serias. Como a ti te gustan. Para que cuando volvamos a follar como follábamos nada te sea extraño. Cuando me busques con ansia, por necesidad, casi llorando. Cuando mi cuerpo sea la única cura para tu erección de meses enteros. Cuando vengas gimiendo el perdón que me debes y te derrumbes encima de mí, en alma y en cuerpo, después de soltar tu torrente de verdades y sentimientos. Habrá diez minutos de silencio sepulcral, donde ninguno de los dos dirá nada y ambos entenderemos todo. Ya, al fin, otra vez, nuestra rutina. Me escucharás tararear pequeñas canciones francesas mientras te acaricio, casi sin rozar, la piel de tus brazos, con mi cabeza apoyada en tu pecho. Escuchándote vivir. Y a la terraza, a la cerveza y al cigarro de después.
He comprado 312, es una cerveza de aquí. Te va a gustar tanto, que yo ya no bebo otra. Voy a un bar y la pido siempre pensando en ti. Qué ñoña, ¿verdad? No lo puedo evitar, no lo quiero evitar. No sea que cualquier tarde tonta de marzo me dé por pensar, quién sabe, que todo esto es mentira y que quizá no vengas jamás. Que todo se rompió una noche de domingo, que saltamos por los aires, que ardió Troya, que quemamos Roma y pasamos a cuchillo Constantinopla. Que me odias desde entonces, que no me puedes ni ver, que no vas a venir, que no te apetece, que no te nace, que no te surge, que no quieres. Que no me quieres.

Y yo deseando, como desean los niños, que esta ciudad no se convierta en la tumba de aquello que una vez nos atrevimos a sentir.

(Pero sucederá).