Ninguno de los dos



Ella es imperfecta y adorable, como cualquier caos. Lo sabe. Aún lo sé. Apareció de repente en el bar de siempre y decidió cambiarme la vida con una mirada. Esa mirada llena de pestañas y sonrisas, esa mirada que decía "vas a enamorarte de mí y no queremos ninguno de los dos". Era un sábado por la tarde y nadie me avisó. Entonces.

Un abrigo rojo recorrió el ventanal en dirección a la puerta y yo lo seguí por casualidad. Casi podría decir que cuando irrumpió en el bar, yo ya estaba esperándola. Fui el primero en verla entrar, tiritando de frío y sonriendo, mientras se quitaba con estilo, como un regalo, la bufanda y el color rojo que la envolvía. La vi primero y no dije nada a mis amigos. Disimulé. Desde el primer segundo supe que la quería para mí, que era mi secreto a estrenar. 

Me encontró la mirada y sonrió. Creo que todo empezó justo ahí. Para cuando se dirigió a la barra, yo ya había planeado nuestra primera cita. La vi pedir cerveza y hablar con la camarera. Ya paseábamos de la mano al salir del cine. Se acercó a su gente y yo llevaba las cajas de la mudanza. Iluso, inocente, feliz. 

Soñé que me miraba y me miró. Soñé que me buscaba y me buscó. Soñé que se acercaba y se acercó. Con películas en el sofá, con polvos de madrugada, con besos contra la pared. Soñé, como sueñan los locos, sin medida y a quemarropa.  Ocurrió porque ella quiso. Me lo confesó después. Y lo hicimos todo. Durante aquel invierno de 2007 no nos quedó una sola noche sin probar. Bebíamos la vida a morro y le metíamos mano al futuro. Fácil, bonito, mentira. Hasta que.

En una de esas noches la miré de repente y su mirada ya era otra. Ahora decía "te has enamorado y no queremos ninguno de los dos". Me asusté, porque jamás pensé que una mirada pudiera tener toda la razón del universo. Me había enamorado y no quería. Nunca nadie dijo nada. Los dos ignorábamos aquella verdad mientras mirábamos de reojo el calendario. Silencios para merendar. Seguimos disfrazando la vida de casualidad, pero la magia empezó a oler a chistera vieja y los conejos blancos empezaron a morir. Ella era, sin duda, uno de los amores de mi vida. Yo, igual que aquel día en aquel bar, era el único que quería soñar y soñó. La frialdad de un amor que en realidad no existió. Nunca, jamás, arriesgué un "te quiero" porque era mandarlo al paredón, a morir sin paz ni gloria en una historia que buscaba su punto final. Me prometí conquistarla, exánime, arriesgar, olvidarme de mí, centrarme en ella. Conseguirlo. Jugármelo todo a su baraja de cartas. Pero.

Empecé a buscar otras miradas en los bares. Sin querer, creo. Y las encontré. Aunque miraban flojo y con menos libros, pero eran dóciles y asequibles. Eran tranquilas. Ella huyó algún día de abril, claro, cómo no. La despedida fue tan bonita que sólo podía ser suya. Dijo "te enamoraste y no queríamos ninguno de los dos". Así me devolvió a mis bares, a mis certezas, a mi pequeña muerte de intentar esquivar el amor.